viernes, 12 de agosto de 2011

Morir mamando

La naturaleza es sabia. Aunque la frase no me gusta mucho -porque no comprendo que alguien sin cerebro pueda ser sabio-, la verdad es que suele resultar acertada. Hay cosas en la vida que pasan de tal manera porque no hay otra mejor. En ese sentido podríamos hablar de la proporción áurea, de la esfericidad de ciertos cuerpos, de los nidos de las abejas o de las redes neuronales, pero no es el caso. Hay otras cosas que pasan más cerca de nosotros, de las que somos protagonistas los seres humanos y que es difícil que puedan hacerse mejor.
Las personas, a diferencia de otras especies del reino animal, necesitamos mucho tiempo para poder ser autosuficientes. De hecho, hemos establecido los dieciocho años como referencia para la mayoría de edad. Durante esos primeros años (y más) no hacemos más que recibir de nuestros progenitores. No parece que pueda ser de otra forma dada nuestra natural incapacidad de generar recursos por nosotros mismos durante la infancia/adolescencia/primera juventud. Asimismo, cuando crecemos y nos desarrollamos podemos convertirnos nosotros mismos en progenitores y empezar a dar todo a la prole, de igual forma que nuestros padres hicieron con nosotros. En ese momento, además, comenzamos a devolver parte de lo recibido a los que empiezan a ser ancianos, porque la edad ya les dificulta manejarse solos. Es decir, primero recibimos de los padres y más adelante damos mucho a los hijos, a la vez que devolvemos una parte a los padres. Y así sucesivamente por los siglos de los siglos.
Pero ya no. Mira tú por dónde que esta cadena se está empezando a romper. Creo que, por primera vez en la historia de la humanidad, son cada vez más los hombres y las mujeres adultos -con o sin descendencia a su cargo- los que están dejando de devolver a sus padres una parte de lo que recibieron de ellos. O al menos, esa parte que devuelven es cada vez menor. Esto lo vemos en abuelos que cuidan nietos de forma continua, en abuelas que siguen cocinando para hijos y nietos hasta el último de sus días, en abuelos que ayudan económicamente a sus hijos o en abuelas que reciben escasas visitas en sus residencias de la tercera edad donde ahora viven.
Pero resulta interesante el nuevo escenario que se ha creado tras esta ruptura. La nueva cadena a partir de ahora será: yo recibo mucho de mis padres y doy mucho a mis hijos, pero daré muy poco a mis padres cuando envejezcan. Y mis hijos cuando sean mayores harán lo mismo, por los siglos de los siglos.
Si esto es así, ¿quién sale perjudicado con el cambio? Puede ser difícil de ver pero, cuando la cadena se estabilice en las próximas generaciones, no habrá perjudicados ("yo di poco a mis padres cuando fueron mayores, pero también recibí poco de mis hijos cuando me hice anciano"). En realidad, los únicos perjudicados con la ruptura de la cadena son los abuelos de hoy. Ellos dieron mucho a sus padres y ahora reciben poco de sus hijos. Por el contrario, esos adultos de hoy morirán mamando. ¿Cuestión de suerte?

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